La dificultad de entender el lenguaje que utilizan las Administraciones públicas
Desde tiempos inmemoriales, la actividad de la Administración se entrelaza con la elaboración de documentos. De hecho, en nuestros días, la Administración es la más importante máquina de producción discursiva de nuestra sociedad.
Los textos administrativos, además, constituyen documentos con enorme poder. Sirven para establecer normas; indicar instrucciones; proponer sanciones; dar carta de existencia a individuos, sociedades, propiedades, herencias.
En contraste con la mayor parte de los textos que circulan por el mundo, que no tienen ninguna incidencia en él ni lo transforman, los textos que elabora la Administración impactan directamente sobre su entorno y provocan modificaciones de la realidad , ya que organizan y regulan la sociedad en la que se inscriben.
El viaje discursivo de una denuncia
Los seres humanos nos hemos convertido históricamente en ciudadanos, habitantes de sociedades organizadas, gracias a unas estructuras que funcionan mediante interacciones complejas y altamente rituales (la Administración), interacciones que se reflejan en circuitos textuales igualmente complejos.
Pensemos, por ejemplo, en el sofisticado universo textual interdiscursivo en el que se inscribe una denuncia.
Previamente, ha de existir una norma elaborada por quien legisla. Después, alguien atribuye a otro la infracción de una de esas reglas (“la vaca del vecino se ha comido la hierba de mi prado”, sin ir más lejos, como ya prevé el Código de Hammurabi del s. XVIII a.C., el primer códice normativo completo del que tenemos noticia). Esa denuncia se refleja en un documento (sea una tablilla de hace cerca de cuarenta siglos o un atestado policial actual).
A continuación, una autoridad redacta la acusación y otra autoridad argumenta en defensa del acusado en otro escrito. En ocasiones, intervienen testigos y expertos forenses cuyas declaraciones se inscriben también en sendos textos. Y una autoridad más alta que las anteriores (el juez o magistrado) redacta un documento final en el que se indica cuál es la versión que se considera verídica.
Una ristra de textos distintos, como se ve, que se relacionan e interpelan mutuamente; que rigen lo que es o no delito, lo que se sanciona o no, lo que ha de compensarse, quién se ha comportado conforme a la ley y quién no lo ha hecho.
Nuestro más leal compañero epistolar
Los ciudadanos mantenemos una interacción continua con la Administración, desde nuestro nacimiento, cuando alguien nos inscribe en el registro civil, hasta que fallecemos.
A lo largo de nuestra biografía, solicitamos y recibimos documentos para obtener la escolarización (o el Documento de Identidad, el pasaporte, el matrimonio o el divorcio); para solicitar una beca, una cita médica o la tarjeta de transporte; para informar de un cambio de domicilio, para conseguir que nuestro automóvil pueda circular, recurrir una multa, pedir la prestación de desempleo y tantos trámites más. De hecho, la Administración es el más leal compañero epistolar de muchas personas.
Históricamente, los redactores de textos administrativos constituían élites alejadas del común de los mortales (estaban alfabetizadas y conocían las normas reguladoras). Así fueron constituyendo a lo largo de los siglos una especie de lengua hermética comprensible solo para ellos. El resto de la comunidad ha necesitado de “traductores” –los abogados, asesores y gestores de nuestros días– para acceder al significado de tales documentos.
Ahora bien, las sociedades se han transformado extraordinariamente: vasallos y súbditos han pasado a ser ciudadanos conscientes de que las administraciones se sostienen, no por una especie de ley divina, sino gracias a los tributos con los que las sostienen los contribuyentes.
Por eso, ya no solo esperan de ellas regulaciones e instrucciones incuestionables y de obligado cumplimiento, sino también información relevante, rápida, concisa, accesible, clara y transmitida en soportes de comunicación variados: papel, pantallas, móviles, teléfono, vídeoconferencia, presencialidad.
En la brecha que se produce en la comunicación entre el emisor administrativo y los administrados, son los interlocutores institucionales quienes tienen el control del desarrollo de las interacciones,intercambios altamente jerarquizados en los que el uso de la palabra está ligado al lugar que uno ocupa en la relación. Los ciudadanos somos el eslabón débil y subordinado. De ahí la sensación de desvalimiento que a menudo nos atenaza cuando nos vemos obligados a interactuar con la Administración.
Una nueva relación
Asistimos hoy a un momento crítico en la relación de la ciudadanía con la Administración. Por un lado, se observa una migración imparable de las interacciones comunicativas hacia entornos virtuales, que tienen sus propios requerimientos comunicativos de lectura, escritura, diseño, lenguaje visual y usabilidad.
Asimismo, tenemos amplios sectores de la población con diferentes tipos de vulnerabilidades comunicativas que es preciso tener en cuenta: escasa formación digital, escasa literacidad, insuficiente dominio de la lengua vehicular, cognición disminuida u órganos perceptivos con discapacidades diversas.
Se trata de ciudadanos que constituyen públicos vulnerables que no acceden a las medidas administrativas implementadas específicamente para ellos precisamente porque no las entienden, según demuestran reiteradamente los informes. Y una población que, con discapacidad o sin ella, tiene un elemento en común: la prisa.
Y frente a esta realidad, encontramos múltiples estratos de la Administración (estatal, autonómica, municipal, europea) que sigue aferrada a un estilo arcaico, el llamémosle burocratés, de largos párrafos, frases inacabables, normativa estomagante incrustada en mitad de las oraciones, sintaxis ampulosa, despersonalización y abuso de términos especializados. Un estilo que distancia al ciudadano medio, sea este alguien sin estudios o con un doctorado en física del cosmos.
Este ciudadano observa desalentado cómo actualmente la combinación de burocratés más digitalización irreflexiva convierte la barrera burocrática en un muro cada vez más inaccesible y, en consecuencia, la grieta de confianza entre ciudadanía y administración en una sima más y más profunda. Con la burocracia digital, el servicio público se convierte en desatención ciudadana.
No se entiende la burocracia digital
Eso es lo que reflejan indicadores tan poco sospechosos de anti-establishment como el Observatorio del Consejo General del Poder Judicial, que recoge que el 82 % de los ciudadanos opina que el lenguaje de jueces y fiscales es excesivamente complicado y difícil de entender; o Metroscopia, cuyos datos indican que una gestión bancaria en internet es difícil solo para el 20 % de los encuestados, pero la dificultad de las gestiones aumenta hasta el 54 % de los usuarios cuando se trata de trámites con la Administración Pública.
La desafección ciudadana respecto de la lengua administrativa no se refleja solo en las encuestas oficiales.
El informe sobre la lengua de la Administración elaborado por Prodigioso Volcán revela que no son claros nada menos que un 82 % de los textos administrativos analizados relacionados con el empleo, tema en absoluto trivial para la gente de a pie.
En las redes, un informático talentoso, convertido en observador racional y riguroso de la tendencia oscurantista de buena parte de la Administración, en un hilo de Twitter brillante, recriminaba a la Administración del Estado que escribiera párrafos indigeribles, que, no obstante, son de obligada lectura para cualquier persona que necesite consultar notificaciones electrónicas.
Recogiendo ese mismo sentir, a inicios del año 2022 la revista Archiletras publicó el Manifiesto por un Lenguaje Claro en la Administración, , un decálogo de reivindicaciones ciudadanas elaborado por la firmante de este artículo, manifiesto que iba ligado a una petición de firmas en Change.org.
La confianza entre individuos e instituciones, de igual modo que entre las personas, se genera interactuando, en la conversación. No hay confianza posible cuando el emisor resulta no solo incomprensible, sino también inquietante. Los gestores políticos deberían ser conscientes de ello y poner energía, recursos, formación y decisión al servicio del reto urgente de convertir el actual discurso de nuestras instituciones administrativas en auténticos circuitos de comunicación con la ciudadanía.
Una versión de este artículo fue publicada originalmente en la revista Telos de Fundación Telefónica.
Estrella Montolío Durán, Catedrática de Lengua Española, Universitat de Barcelona
Fuente: El Economista